La reflexión constante, en torno a mis altares, no es que puedo agregar, sino que puedo sustraer y simplificar; que ya no es necesario, o útil, temporal y permanentemente.
El altar es la expresión externa del reino interno del mago; mientras menos haya afuera, más hay adentro.
La Gran Obra personal es una constante preparación para la muerte, en efecto, el sendero mismo del mago, inclusive desde sus albores, es un permanente esfuerzo para el buen morir, retornar a las realidades sutiles que fungen de génesis para su alma y, si tiene buen atino, no volver a este insoportable, y ruidoso, desastre humano. Quien no entienda esto, no ha comenzado realmente a caminar en tales usanzas; una lástima, pues la oportunidad es breve.
A razón del carácter intensamente personal de los altares, siendo estos respuesta de la interacción del practicante con la Otredad, y en todo momento me estoy refiriendo a los altares que puede edificar un genuino practicante del Arte Mágico, no un mero devoto, y ya es otro tema la confusión entre afrontar a deidades y espíritus como un mago o como un religioso, resulta sorprendente la afición moderna por copiar tendencias, obviando no solamente particularidades territoriales, sino solicitudes personales que un mismo Poder tiene sobre diferentes individuos, siempre que estos sean capaces de escucharle.
He visto esta tendencia, muy asidua, en las redes sociales, e incluso en libros escritos por ocultistas modernos, donde los altares parecen ser un calco exacto unos de otros, simplemente cambiando colores, adornos, y ciertos detalles singulares, pero manteniendo una suerte de patrón que los hace fácilmente identificables. Los patrones son importantes en la magia, en efecto, cada rito o acción mágica deja un patrón, una especie de cianotipo etérico, y a eso corresponde el éxito al poder repetirlos, incluso por parte de quien no vea sus fibras sutiles, pues al iterarlo, se conecta con ese rito raíz, conectado al pulso energético que le alimenta, reproduciéndolo en el tiempo. Empero, los altares, particularmente los altares religiosos [aquellos que buscan la comunión con una fuerza sui generis]que un mago puede erigir, pues existen muchos tipos de altares, unos útiles y otros absolutamente inútiles – te veo a ti, altar Nueva Era con piedritas de cuarzo-, aunque en esta corta entrada no indagaré en ellos, son resultado de una orgánica mezcla entre las correspondencias consabidas de un ente particular, i.e. las symbolas y synthemata que garantizan la atracción de esa fuerza especifica, y la síntesis producto del encuentro entre entidad y practicante, que acarreará cambios únicos al individuo, virtud de sus peculiaridades, carácter, y aquello que la criatura espiritual, sea dios, daimon, o lo que sea, desee revelarle de sí. Esto evidencia el carácter claramente personalizado que un altar puede, y debería, tener, siendo intransferible de un mago/brujo a otro, incluso entre aquellos pertenecientes a una misma tradición.
Hay muchas razones que yacen como base para tal incesante copia de altares, por lo que no quiero pecar de reduccionista y arrojar toda la culpa a una ignorancia generalizada, aunque esta suele ser la raíz de todos los males. Es una situación curiosamente muy presente en la Brujería Tradicional contemporánea, un término tan explotado que ya no aguanta más utilización, y que parece simular a la más vieja meretriz de un burdel. Creo que, en este caso, hay tres razones principales:
- El mero deseo de reproducir una tendencia estética
- La necesidad de sentirse parte de una comunidad selecta
- Desconocimiento de cómo funcionan los altares, ergo, ignorancia respecto al tema en cuestión (lo lamento, es ineludible).
El primer punto es grave, pues declara al individuo como un practicante espurio, que no indaga en el Arte Mágico por un deseo genuino de perfeccionamiento y contacto con los Poderes, sino por una tendencia que satisface necesidades de visibilidad. Peor es el caso de un practicante que haya transitado el sendero de forma genuina, pero por motivos innobles, crematísticos, o banales, se haya corrompido, cediendo ante aquello que llame, circunstancialmente, la luz pública. Esto, lamentablemente, no solo es palpable en la copia de modas estéticas en los altares, sino en el gurú de turno que dicta “talleres” de tópicos mágicos que estén siendo populares, o sobre temas polémicos, e inútiles realmente para el crecimiento de los buscadores y practicantes, por el mero deseo de ganar mayor audiencia y dinero. Por fortuna, quien desciende a este grado, tiende a decepcionarse de la magia, pues todo el núcleo de su praxis es vacuo y por tanto no tendrá resultados que lleven al progreso verídico, garantía de fidelidad a la senda; y si tiene éxito aparente entre los impresionables novatos, porque ha usado bien el marketing, termina sufriendo ostracismo por parte de los círculos de auténticos magos/brujos, capaces de ver más allá de las lentejuelas y el circo, además de una más horrenda consecuencia: si tuvo contacto interno veraz, encontrará que tales entes se retirarán, abandonándole, pues yacen en terreno infértil, desde donde no podrán contribuir al crecimiento, mantenimiento, y difusión real, del Arte Hierático.
“el fin de las tradiciones mágicas es preservar los Misterios, no limitarlos”.
En segunda instancia hallamos el infructuoso anhelo de “pertenecer”, reproduciendo las modas de turno, esto ajeno a maliciosas ambiciones de popularidad, sino por un pueril deseo de identificación. Los seres humanos somos gregarios, el ser parte de “algo” es consustancial a nuestra naturaleza, sin embargo, cuando esta identificación no es orgánica, producto de una sincronización armoniosa entre quienes buscan los mismos objetivos, sino como un artificial ensamblaje, de una pieza que no calza, nos encontramos con un problema. Tal vez, siendo un poco más optimista que mi usual suspicacia, esta tergiversación encuentra explicación en el concepto de comunidad religiosa, comprendiéndola como la adopción uniforme de creencias, junto a la expresión estética de las mismas; si bien esto es válido desde una perspectiva profana, es a todas luces insuficiente desde la praxis de la magia, que es nuestro interés definitivo, pues yo no escribo para el público corriente sino para los interesados en la fidedigna exploración de asuntos de trascendencia mística y ejercicio real de la magia. La noción de una monolítica comunidad religiosa de practicantes no tiene cabida en el Arte Mágico, en donde, inclusive dentro de una misma orden, logia, o conventículo, cada oficiante individual es la expresión de un universo singular, tejido por variopintos hilos de conexión, que ocasionan devenires empíricos ricos en diversidad de colores, matices, y formas; esto se traduce, de forma sencilla, en que los mismos dioses/espíritus regentes de una tradición tendrán, no inusualmente, y a pesar de la objetividad de la existencia del ente, pues no son producto de la mera proyección psicológica del practicante, una desusada visión crowleyana, requisitos, métodos, y maneras, cincelados a partir de las habilidades, carencias, y propensiones, del mago. Si esto ocurre inclusive en fraternidades localizadas en el mismo territorio, cabe esperarse que se reproduzca, con mayor fuerza, dentro de tradiciones de amplio alcance internacional, o cuanto menos debería ser así en teoría, si se pretende que la orden este viva y conectada al motor energético que alimenta su corriente esotérica. Si la fraternidad se adhiere a dogmas inflexibles y estructuras de contacto inamovibles, comprendiendo, por supuesto, que hay ciertos pilares que deben seguir siendo iguales pues tienen que ver con los cimientos del templo etérico de la orden, estará destinada, cuanto menos, al estasis; después de todo, el fin de las tradiciones mágicas es preservar los Misterios, no limitarlos. Si tal necesidad por libertad individual en el contacto, y formas de establecerlo y expresarlo, está presente dentro de tradiciones iniciáticas bien constituidas, se espera lo mismo, y más, en un practicante libre, no adherido a un grupo específico.
A esto debemos agregarle el, muy pasado por alto, asunto del territorio, que resulta definitorio en el desarrollo armonioso de la praxis del mago/brujo. Hay tradiciones que pueden ser exportadas a regiones fuera de su terruño, otras simplemente no, estando necesariamente ancladas a su tierra natal, siendo inútil intentar reproducirlas en otro lado. Ello es un tópico que debe ser evaluado, objetiva y racionalmente, por el practicante, las pasiones o gustos son irrelevantes en este asunto, y el autoengaño es un peligro subyacente. He visto como pseudo practicantes, y utilizo el elemento compositivo en base a que un practicante genuino debería poder darse cuenta, creen estar convocando a cierta entidad, y reproduciendo ceremonias de una tradición, sin que algo se presente y ni un atisbo de energía real, o la que debería estarse formando, se hilvane. No digo que sea imposible que los dioses de un territorio se trasladen a otro, después de todo son deidades – expresiones, o interfaces, de fuerzas naturales y cósmicas – en teoría pueden estar en todas partes, y tal era la visión de neoplatónicos como Jámblico, pero hay técnicas protocolares que deben ser tenidas en cuenta, y en ocasiones es imposible moverlos a otro lugar, por razones que escapan a esta entrada que ya está siendo más larga de lo que quería inicialmente. Cuando sí es posible transportarlos a una nueva región, es importante considerar los cambios que eso puede tener en la interacción con el Poder, nuevas ventanas/canales de contacto, y su impacto en el nuevo territorio, donde podría estar superponiéndose a una forma divina local similar, en el pasado esto dio lugar al sincretismo de deidades. Todo esto tendrá obvias consecuencias en el altar que se empleará como punto de focalización.
Volviendo a la tanto popular, como denostada, Brujería Tradicional, encontramos la célebre diseminación de la tradición del Bucca de Cornwall, gracias a los libros de Gemma Gary, respetada autora británica de ocultismo y magia folclórica; a día de hoy esta corriente, típicamente inglesa, se ha visto reproducida, no necesariamente de forma iniciática, no solo en Estados Unidos, sino en lugares tan alejados como Brasil. Bromeaba hace poco como G. Gary debería cobrar por el copyright de sus altares, que parecen reproducirse con la misma velocidad que la liebre, bestia patrona de la brujería por cierto; en efecto, ver tal copia, en ocasiones tan notoria que raya en el plagio vulgar, es lo que incentivó el presente discurso. El Bucca es una expresión única de la figura del Diablo folclórico, maestro de la brujería, particular a esa región del sudoeste de Inglaterra, su exportación, inclusive a Estados Unidos, cuyos nexos culturales, y raciales, con Albión no quitan el hecho de que es un territorio completamente diferente, siempre me ha parecido un asunto delicado, que requiere análisis objetivo por parte del practicante responsable, concerniente a su factibilidad; ciertamente, este frenesí contemporáneo por la figura del Maestro Brujo, en donde las expresiones otrora singulares son reemplazadas por un mismo lineamiento estético, e.g. el cráneo de cabra con la velita entre los cuernos, da lugar a preguntas que pueden resultar incomodas para algunos, como la contradictoria universalidad de un dios que es fundamentalmente manifestación viva del territorio. Una internacionalización a tal escala no es tan disímil como intentar llevar a Noruega el culto de Kadi a Mpemba, el “diablo” congolés, reproduciendo ciegamente su ethos en un lugar, y realidad, absolutamente diferente a su ambiente natural. Que sea posible no es el tema en discusión, pues los métodos pueden ser hallados, que sea fácil, con algunas excepciones de entidades territoriales totalmente intransferibles, es el meollo del asunto.
Todo ello requiere un gran nivel de discernimiento, una de las virtudes más importantes de un mago, junto con la desapasionada moderación. Aunque hay mucho que juega, desde la perspectiva mágica, en estos procesos de adaptación, y culto, provocando que, a mi pesar, no lo pueda tocar todo en esta sucinta entrada del diario digital, quiero enfocarme en la definitoria característica personalizada, tallada a medida, que supone una interacción con los dioses, daimones, y criaturas intangibles varias, pues aunque hablamos de realidades objetivas, por tanto poseyendo símbolos “universales”, su expresión en la vida del individuo depende de sus múltiples facetas idiosincráticas, personales y del mundo que le rodea, lo que influirá, sin escape, en las peculiaridades que conformarán el altar, reino del mago, haciéndolo genuinamente único y efectivo, así como en la propia edificación del culto singular. Esto me recuerda a las consideraciones teúrgicas referentes al daimon personal, en donde aunque son regidos por un gran señor de los daimones, sirviéndose de un tipo común de invocación, el daimon al manifestarse, dando su nombre e identidad, revelará el culto distintivo que requiere, totalmente enraizado en la naturaleza de alma del practicante que lo ha llamado, siendo diferenciable de las veneraciones de otro de sus congéneres. Esto no es del todo diferente con los dioses, cuando el contacto es real, por ejemplo: una deidad asociada al color rojo, podría sugerirle al mago de humor colérico que limite el uso del tono en su altar y culto, o que emplee una gama apagada del mismo, u otro absolutamente diferente que nulifique ciertas influencias, todo con el fin de protegerle; otra entidad benéfica, de naturaleza saturnina, con todo lo que ello implica, podría recetarle a un practicante de inclinaciones depresivas algunas prerrogativas especiales para evitar que sus energías lo lleven a un incómodo estado emocional. Si el practicante se cierra a esto, para imitar consabidas preconfiguraciones estéticas, por las razones expuestas arriba, estará cercenando los beneficios del contacto genuino, e incluso puede terminar con un altar vacuo de todo numen autentico, o ser reemplazado por parásitos astrales, quienes se aprovecharán del incauto.
En última instancia está el asunto de la ausente comprensión de la funcionalidad, y tipología, de los altares, un complejo tópico que prefiero evitar en una entrada pública como esta, y que constituye un capitulo completo en mi formación privada, por su neurálgico rol en el sendero del mago, uno que sirve para diferenciarlo del mero devoto religioso. Suficiente vislumbrar que los altares son baterías temporales, incluso cuando tal temporalidad pueda extenderse a toda la vida física del individuo o logia/coven/grupo, con dos claras proyecciones, una física externa y otra etérica interna, si no existe esta segunda cara de la moneda, aquella que funge de blueprint astral, el altar deriva únicamente en un mero escenario artístico, una dramática expresión visual, solo con el propósito de satisfacer al ego del individuo. La mera copia de las tendencias estéticas suele producir este resultado, pues lo creado únicamente es un templete profano [cuanto mejor, cuanto peor un reservorio de larvas parasitarias], no un vehículo a una realidad espiritual superior. En definitiva, si el altar no se origina en el contacto orgánico y directo, esa relación íntima y extremadamente personal entre Poder y mago/brujo, con implicaciones de beneficio sinérgico mutuo, que tendrá manifestaciones estéticas que pueden parecer al no iniciado superficiales, pero que esconden cambios, declinaciones, y vademécum, propios, entonces mejor no tener alguno, hasta que la senda, y sus aliados, lo demanden de manera veraz.