El hombre es su fuero interno, no las posesiones materiales que adquiere; aunque estas, sin duda, hacen parte de la imagen que desea proyectar al mundo, a veces de forma consciente y otras de manera automática, son en última instancia elementos pasajeros que, parafraseando a Borges, no saben siquiera de la existencia de su poseedor. Tal materialismo, donde el ser es definido por cuantos objetos tiene, fue un debate constante entre los estoicos, defensores de una vida austera, en donde la riqueza y fama son insustanciales, y solo útiles si permiten hacer el bien, así como vivir de acuerdo a las leyes naturales.
Tal apego esclavizante no es únicamente padecido por los seres humanos mundanos, sino que entre los practicantes del Arte Mágico toma asidero, aunque con sus peculiares matices.
He de aclarar que este pequeño escrito no es una diatriba contra lo material, no soy un anacoreta con férreos votos de pobreza, no pretendo serlo, ni deseo serlo; el bienestar material es sumamente importante, en cuanto a que nos permite aligerar preocupaciones banales y elementales, para así dedicarnos al estudio de lo trascendental. El dinero es, y esto resulta innegable, un instrumento supremamente útil que puede potenciar ambiciones y deseos de elevada nobleza, siempre que su poseedor no se deje obnubilar por los placeres temporales, convirtiéndose en su siervo; no, ha de ser el amo del oro, para usarlo en fines relevantes, en nuestro caso, para la exploración de los Misterios y la apoteosis personal.
Después de todo, quien a duras penas tiene sustento, ¿cómo podrá tener el tiempo y la disposición para embarcarse en abstracciones de tipo espiritual?
Los mismísimos monjes, esos que juraban renunciar a los bienes para el estudio teológico, tenían garantizados el techo y el pan, una preocupación menos que les otorgaba la capacidad para dedicarse a lo divino. Artistas renacentistas, de la tesitura de Verrocchio y Donatello, hallaron en los Medici los ideales mecenas, cuyos aportes crematísticos facilitaron el que pudiesen abocarse sin dolor, ni dura necesidad, a sus obras artísticas. Todo ello evidencia que, aunque pueda ser en ocasiones un incordio admitirlo, los recursos materiales tienen un gran nivel de importancia a la hora de sumergirse en campos intelectuales, artísticos, y espirituales. Ciertamente, nunca he sido del tipo de practicante que reniega de la prosperidad, declamando acerca de cuan virtuosa es la pobreza, e invitando a mis lectores y estudiantes al abandono de ambiciones mundanas; no encuentro, de hecho, contradicción e inherente enemistad entre lo espiritual y la abundancia material, siempre que lo segundo este al servicio de lo primero, facilitando marcadamente el sendero del perfeccionamiento alquímico y la magia.
Podemos ser practicantes del Viejo Oficio e individuos prósperos, un leitmotiv no inusual para magos de la antigüedad, basta ver los PGM para tener noción de cómo era un deseo perseguido por los magos ptolemaicos; lo encontramos también en la magia árabe, desde el Shams al-Ma’arif al Ghayat al-Hakim. Tal vez la importancia del comercio en África del Norte, y Oriente Medio, pudo influir en esta visión, de la cual podríamos aprender mucho.
Todo ello lo menciono pues es crucial comprender que no estoy en contra del bienestar material y la comodidad; todo lo contrario, en mi tradición es costumbre que solo se acepte a un nuevo aspirante cuando se tiene constancia de que posee cierto nivel de estabilidad, pues ello le servirá de auxilio en los embates venideros, particularmente intensos en una corriente ctónica y nocturna; más aún cuando ese mismo aspecto puede ser trastocado si los Poderes consideran que hay bases no alineadas con la Verdad; por tal razón, no es inusual que nuevos iniciados sean individuos de cierto rango etario, habiendo logrado un nivel de auto-sustento que no suele ser usual en adolescentes o haraganes.
No, este no es un ensayo en contra de los bienes materiales, sino una invitación a deshacerse de aquello que es innecesario para el practicante, no solo en su vida común sino en su práctica mágica.
Como adherente al estoicismo, soy necesariamente un minimalista, ergo, considero que solo es imperioso lo que es útil; para el entendedor, esto es claramente un no tan velado guiño a la belleza, en un sentido claramente platónico, pues lo que es bello resulta naturalmente armonioso, útil, y bueno, si no, solo es un aditamento banal y una quimera que simula la verdadera hermosura. La defensa de “menos es más” no solo yace en occidente dentro de la escuela estoica, sino que en Japón, específicamente en el budismo zen/chán, tiene un importante baluarte; en este sendero oriental, emergido en el seno de la Dinastía Tang, en China, y luego adoptado por los nipones, la simplicidad es equivalente a libertad y equilibrio rítmico con el ordenamiento existencial, por lo que se incentiva una estética desprovista de adornos y artefactos innecesarios, que socaven el pleno potencial del individuo, a sabiendas que somos formados mentalmente por el ambiente en el cual vivimos, lo que tiene incidencia directa en el ejercicio de la voluntad, recurso invaluable, e irremplazable, para el mago/brujo.
La armonía es, simplemente, el balance entre las proporciones de un todo, y es lo que buscan las corrientes zen y estoica; aquello que es un agregado sobrante rompe dicha consonancia, el equilibrio de los elementos constitutivos, trayendo desconcierto y extravío. Este punto es enormemente crucial, pues extrapolado al individuo evidencia como, la acumulación innecesaria de elementos externos, contrario a brindarle plenitud y satisfacción, le pierde, sustrayendo el principio de orden equitativo en su universo personal interno. Claramente, esta afectación es uno de los males contemporáneos más diseminados, y sorprende que muchos no se han dado cuenta del porqué de tales niveles de descontento, a pesar del ilusorio confort financiero y posesiones.
En el Viejo Oficio esto se refleja en la usual acumulación excesiva de objetos, artefactos, adornos, que no tienen un propósito real en los altares, ni siquiera uno estético en el sentido real del término, pues lo estético debe ser armonioso y hermoso, por tanto útil; es solo una trivial exposición visual, a todas luces innecesaria para la comunión con los Poderes y el ejercicio de la magia. Lo estético, en efecto, puede ser más bien la extracción de algo, que no compatibiliza con el todo.
Si bien dentro del Arte Mágico es común la obtención de muchos instrumentos, además de ingredientes naturales, en la abrumadora mayoría de casos termina poseyendo ínfimo propósito, y muchos practicantes hacen lucir sus altares y casas como tiendas de antigüedades; aunque esto puede ser atractivo para los aficionados a la Inglaterra victoriana, y hago un mea culpa pues soy uno de ellos, la realidad es que no es forzosamente útil mágicamente hablando, siendo, una vez más, anexos insustanciales.
El altar mágico, a diferencia de los más sencillos altares devocionales [shrines], se constituye, a nivel esotérico, como el Reino Personal del mago, siendo un reflejo microcósmico de su realidad universal, por ende la importancia de mantenerlo bien cuidado, pues lo que allí yazca tendrá incidencia directa en el alma y vida del individuo. Sobrecargarlo hará lo mismo en su camino, obstaculizando el diáfano señalamiento de los Poderes. Aunque podemos sentirnos tentados de colocar en el altar cualquier objeto llamativo que veamos, debemos asegurarnos que es algo que las fuerzas espirituales y/o divinas realmente necesitan, y no solo para nuestra aparente satisfacción visual; si hay un tópico en el que hago hincapié, esto mis estudiantes cercanos lo saben muy bien, es que la mente es falible, y el mago/brujo nunca debe confiar de forma absoluta en sus apreciaciones, so pena de que caiga en una equivoca, e inflada, percepción de sí, por ello poseemos mancias y oráculos, que nos permiten dilucidar la veracidad de nuestras nociones.
Si bien el brujo/mago se sirve de variados instrumentos para ejercer su Oficio, estos son precisos, siendo sabio evitar acumular otros que no sean fundamentalmente imperativos, complementándolos, reemplazándolos, o descartándolos, cuando sea menester. Durante más de una década he adquirido variopintos objetos, para múltiples propósitos, pero procuro analizar constantemente si alguno sigue siendo necesario en mi sendero, deshaciéndome, o destruyendo cuando es el caso, aquellos que no. El practicante hará bien en recordar que, aunque tales artefactos son aliados íntimos en el Arte, poseyendo algunos anima y numen, e incluso consciencia en ciertas instancias cuando son consagrados como habitáculos de entidades, perviviendo así el ethos animista más primitivo que caracteriza a la magia, al final todos resultan temporales complementos en su viaje; no es extraña, por tanto, la vieja creencia de que al final, cuando el practicante alcance el perfeccionamiento de su athanor, no requerirá nada más, solo su cuerpo, mente, y voluntad, para así concretar el deseo de su Espíritu Inmortal.
Por supuesto, tal no es una invitación a desestimar objetos, dagas, talismanes, sellos, fetiches; etc.; en absoluto. Todos ellos son compañeros preciosos del hierático sendero, pero el practicante ha de tener el discernimiento para saber cuándo uno de ellos es necesario y cuando un añadido sobrante, so pena de que su peregrinación sea ralentizada por lastres superfluos.
Esto es extensivo a entidades, pues llega el momento donde el enlace que nos vinculaba a alguna ha de llegar a su final, siempre que no existan pactos permanentes de por medio; no es inusual que algún espíritu, o deidad, llegue a nuestra esfera personal con un propósito puntual, tras lo cual no es requerido mantenerle un altar de por vida. El minimalismo en el Arte Mágico, por tanto, no solo involucra objetos físicos, sino relaciones espirituales, así como personales en el espectro social cotidiano; cortar relaciones con espíritus, o seres humanos, ya sea porque son nocivos, o se han vuelto incompatibles por razones neurálgicas, es saludable para el bienestar del practicante, así como la propia efectividad de su magia.
Yendo a lo pragmático, puedo recomendar al individuo abocado al Viejo Oficio a que, una vez al mes, idealmente durante la fase menguante de la Luna, para así aprovechar su instintiva influencia, repase primeramente todos los objetos, profanos y mágicos, de su vida y hogar, deshaciéndose de todo aquello que sea innecesario, esto incluye elementos tan triviales como ropa o zapatos, y tan relevantes como aquel incensario extra de bronce que nunca ha usado; recomiendo mantener un riguroso criterio, sopesando si en efecto algún artefacto tiene cabida, pues solemos afirmar que sí, consolándonos de que tal vez no ahora pero posiblemente mañana, y al final nunca lo empleamos, amontonando materiales para nada. En segunda instancia, que analice hábitos, e interacciones sociales, que deban preservarse y cuáles no. Puede ser un ejercicio difícil, pues los seres humanos suelen dar excusas para evitar desprenderse de cosas, personas, o circunstancias, pero servirá de útil comunión con la diosa Verdad, patrona última de la magia.
Una vez al año debería hacer lo mismo, pero con sus relaciones espirituales y las prácticas generales de su propia tradición o sendero; aprovechando para ello tal vez su propio ciclo solar, o en el caso de los iniciados, la fecha aniversario del evento sacro, para realizar una completa renovación. En esto recomiendo asistirse del consejo de vuestros guías divinos, especialmente del Daimon personal [Agathos Daimon/ Santo Ángel de la Guarda] si ya se ha establecido contacto y comunicación, para evitar tomar alguna decisión apresurada que tenga consecuencias energéticas negativas a mediano o largo plazo.
Que el practicante siempre este atento a cada paso dado, pues el vivir automáticamente, sin lugar para la visión panorámica, tenderá a sumergirlo en espejismo y dilación, dándose cuenta demasiado tarde de que ha acaparado elementos que lo sepultan infructuosamente. Siendo que el sendero de la magia es aquel de la transformación por antonomasia, no debería sorprendernos que el mago/brujo ha de estar en constante renovación; resistirse al cambio no es solo contraproducente, sino ajeno a la propia esencia del Viejo Oficio.
Ciertamente, hemos de ser como las serpientes, ávidas por cambiar de piel, desechando lo que ya no debe ser.